Desde nuestra infancia y durante la juventud, vamos aprendiendo de nuestros padres, familia, maestros, amigos…, valores y cualidades que nos son atractivas y que, sin apenas darnos cuenta, vamos incorporando a nuestra vida. Sin embargo y sin ninguna duda, la persona que más ha influido en nuestra vida ha sido nuestra pareja.
Al matrimonio vamos cada uno con una historia, cultura, personalidad, valores, etc., distintos y a menudo complementarios, que precisamente nos llevaron a enamorarnos de nuestra pareja.
Esta forma distinta de vivir del otro, valores y matices que nos gustan, distintos a los nuestros-, los vamos incorporando a nuestra propia forma de vivir y van enriqueciendo y complementando nuestra persona.
Si somos inseguros, la seguridad del otro nos ayuda a vencer nuestra inseguridad.
A los introvertidos, observar la apertura de nuestro esposo/a nos ayudará a ser más comunicativos.
Si somos muy vehementes, la ternura de aquel al que amamos nos hace ser más prudentes, etc. De esta manera, vamos incorporando, encarnando en nuestra vida, valores que nos van haciendo personas más completas y equilibradas.
Sin embargo, muchas veces adoptamos actitudes que nos llevan a competir de manera inconsciente en nuestra relación.
Y esto es así porque tenemos barreras, como que:
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Me cuesta admitir que no siempre llevo razón.
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Pienso que mi forma de vivir la vida es mejor que la tuya.
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No me gusta que tus valores sobresalgan sobre los míos.
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Tengo miedo a perder mi identidad, a dejar de ser yo mismo, a que me anules.
Pero hay veces que bajamos nuestras barreras y nos miramos con admiración.
Nos convertimos en el mejor espectador de la vida del otro y nos dejamos contagiar por toda la riqueza que somos cada uno.
Una pareja no puede crecer si cada uno piensa en sí mismo, pues el egoísmo no sólo atenta contra la pareja, sino contra la propia realización personal. Tanto la persona como la pareja crecen y maduran en la medida en que desarrollen su capacidad de amar, rompiendo el cerrado círculo personal, al que habitualmente se tiende, y abriéndolo al otro, para entre los dos formar hermosas espirales de vida y de amor, que sin duda llegarán también a cuantos les rodean.
Las parejas estamos llamadas a ser una Comunidad de amor, en la que de forma abierta nos irradiemos el uno al otro todo lo que somos, poniendo en ello todas las cualidades que tenemos y todos los dones que llevamos dentro de nosotros. La mejor forma de conseguir todo esto es bajando las barreras que ponemos y destruyendo los muros que cada uno construimos, cuando nos dejamos llevar por nuestras prevenciones y miedos. Una relación abierta y con confianza plena en el otro, propiciará el roce y el cariño de nuestro vivir de cada día, de manera que, sin darnos cuenta, a nuestras cualidades y dones iremos incorporando por “contagio” todas las cualidades y dones que posee nuestra pareja.
No temamos pues “contagiarnos” de todo lo positivo que tiene nuestra pareja; todo lo contrario. Recapacitemos y admiraremos entonces toda la riqueza que somos cada uno y que sumadas las dos tienen un valor muchísimo mayor.
Del mismo modo, cuando dejamos de hacer a Dios responsable de todo cuanto nos sucede, y somos capaces de no protestarle y no echarle en cara todo aquello que no nos gusta, somos capaces de dejarnos contagiar de todo lo bueno que hay en Él.